Historia de aeropuerto

No sé si es por hacer todo en automático o es que en serio los procedimientos en el aeropuerto son más rápidos, pero me queda poco más de una hora antes de abordar.

Busco algún rincón en el suelo para recargar mi mochila en la pared y sentarme un rato, hacer tiempo para fumar un último cigarro en la calle antes de pasar los controles de seguridad. Hace años descubrí que sentarte en el suelo, entre otras ventajas te hace invisible. Ves a quien no te ve. Y lo ves todo.

La gente va mucho más que viene. Siempre con prisa, siempre retrasados. Los perdidos que están en salidas buscando llegadas o al revés. Nunca falta quien perdió el pase de abordar u olvidó el pasaporte. Pero entre todos, siempre están los que se despiden.

De repente, de entre toda la multitud los veo y la imagen de la pareja despidiéndose me golpea. Somos ella y yo aquel septiembre de hace, por lo visto, no suficientes años. No era el mismo aeropuerto. Pero poco importa, todos son iguales: fríos, enormes, impersonales, atascados de gente con camisas hawaianas y sandalias con calcetines. Se escucha en los altavoces el recursivo anuncio de que no se va a avisar nada más que eso.

No alcanzo a escuchar lo que se dicen, pero no lo necesito. Lo recuerdo. Lo recuerdo y se me enchina la piel. Sé exactamente lo que nos estamos intentando decir. De alguna forma conseguimos en medio de esa multitud de Uruguayos escandalosos, un metro cuadrado para nosotros. Nuestro. Y además: soberano.

Él intenta contener las lágrimas para tranquilizarla. ¡Cuánto quisiera poder consolarla! Pero sabe que no se puede. Tararea una canción, su canción. Ella sonríe, se limpia las lágrimas y le pone el dedo en los labios. No allí. Son sólo frases cortas. Lo suficiente para que los sollozos no interrumpan. Bailarán música imaginaria tomados de las manos o abrazados —escondiendo el rostro en el cuello del otro. Se separarán. Uno avanzará mientras el otro sólo podrá observar —engarrotando todos los músculos, puños obviamente cerrados. Los hay quienes se gritan juramentos y parabienes. Los hay, también, más sensatos. Se perderán de vista entre paredes falsas y puertas de vidrio. El mundo entero parecerá implorar en el pecho. Poca entereza quedará ya por fingir. No sé bien ella, pero él pateará el suelo. Por unos segundos se permitirá discretamente llorar. Escupirá y maldecirá su perra suerte, al día que se conocieron, al aeropuerto, pero sobre todo a la puta cartera que no le permitió ir con ella…

Me levanto del suelo. Tengo que abordar. Ya no fumé. Caigo en cuenta que las puede haber para subir escaleras, darle cuerda a un reloj, matar hormigas en Roma, incluso para llorar. Pero no hay «Instrucciones para Despedirse» y menos: despedirse en un aeropuerto.

Camino hacia los controles de seguridad. No me puedo sacar de la mente la imagen de esa pareja despidiéndose. ¡Éramos nosotros! (Como lo puede ser cada pareja que se despide en un aeropuerto).

Ni modo. Sé que es un golpe bajo pero me vale madres. En abierta guerra contra la sensatez, no me queda otra opción que buscar y encontrarme a mí mismo hace menos años. Aquella helada madrugada de enero quitándome hielo de la barba, sentado sobre los escalones nevados del departamento de la chica que había despedido tarareándole nuestra canción meses antes, sin más compañía que una de las más jodidas derrotas que jamás había sufrido, esperándola llegar con las llaves para sacar la cámara y lo que cupiera en la primer maleta que encontrara para largarme. Otra vez, al aeropuerto.


Ezeiza. Schiphol. DF.

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