Llegué a Santa Marta tras un fuerte retraso por mal tiempo y con sólo llegar fue intentar ponerme al día con K, una gran amiga de muchos años y más aventuras. Coincidíamos en Colombia tras mucho tiempo de no vernos. Ella había organizado que anduviéramos unos días por la zona, durante la cena –y los aguardientes, obvio– me explicó que al día siguiente salíamos para la sierra. No estaba seguro a dónde ni a qué íbamos, pero me había conseguido una invitación a una reserva en la montaña a un evento de la gente de la zona (lo explicó mejor, pero eso fue lo que se me quedó).
Salimos temprano para evitar el sol de medio día en el camino; desde Santa Marta, el son unos 40 minutos en buseta y luego poco menos de una hora en moto-taxi por una ruta donde en algunos casos el camino era sólo una bonita adivinanza, hacia la montaña hasta llegar a la famosa reserva.
Llegamos a una reserva ecológica llevada por una pareja de alemán y colombiana, donde K había hecho voluntariado por algunas semanas. Antes de que llegara la gente del evento –que aún no me quedaba del todo claro– pasamos el día caminando por toda la extensión de la reserva entre ríos, estanques y cascadas. Cada paso que daba, cada dato que me procesaba, cada sección de la reserva que iba conociendo me sorprendía más con respecto al anterior, pero absolutamente nada me pudo haber preparado para la experiencia de conocer una cultura ancestral tan interesante de la que ni siquiera creo haber escuchado su nombre antes en mi vida, el pueblo Kogui.
Estas son las notas de ese día intercaladas con fotos. (Fotos, que tuve que ser muy discreto para tomar –sin flash y a una distancia prudente– pues aunque luego supe que no tienen mayor problema con las fotos, son muy reservados y no quería interferir en lo más mínimo en la situación, era no más que un invitado a fin de cuentas).
Septiembre 11, 2015
No han dado las 6:15pm y ya está completamente oscuro. La luz eléctrica en esta reserva es muy delicada, aunque hay suministro eléctrico, depende en gran medida de energía solar (durante el día), un par de generadores diesel y alguno que funciona con agua corriente. La reserva está casi completamente rodeada por el río Manzanares o pequeños arroyos que fluyen a él.
Dejó de llover hace rato pero el sonido del agua que aún resbala de los árboles sumado al caudal del río y arroyos cercanos, dan la sensación de que todavía llueve con cierta fuerza. Estamos en una zona fértil como pocas en el mundo y uno de los árboles más comunes es el del mango; aunque ya acabó la temporada de cosecha, aún caen algunos frutos (de muy buen tamaño) sobre el tejado provocando un fuerte estruendo (y sus respectivos suputamadre!).
Sentados en frente de mí, alrededor de dos mesas, hay unos 10 indígenas Kogui que bajaron de la montaña a bendecir el esfuerzo de conservación de guacamayas que los dueños de la reserva han creado tras haberla prometido a su pueblo hace algunos años. Aunque la cena es un festejo, comemos Sancocho —plato local basado en caldo de papa o yuca, con diferentes tipos de carne y verduras en él– recién hecho, el ambiente es muy tranquilo, sólo se escucha un murmullo.
No sabía absolutamente nada de ellos, ni siquiera había escuchado su nombre hasta el momento que vi los increíbles petroglifos en el río donde nos habíamos bañado hacían no más de un par de horas o recorriendo los caminos empedrados que cruzan la reserva en varias partes, cuya antigüedad es incierta.
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De hecho, durante la tarde era aún una incógnita si los Kogui iban a llegar ese día, pues aunque habían quedado en que sí, ellos manejan el tiempo de manera muy distinta a nosotros, para empezar no lo miden, por lo que las referencias temporales son muy vagas. (Todo bien menos para quienes hacían la cena, que no es lo mismo hacer cena para 20 para hoy, que para mañana.) Para ellos el tiempo es circunstancial, en todo. Su pasado lo ven por delante, de una forma similar a la espiral del tiempo de tantas otras culturas o corrientes.
Esta reserva no está cerca de su territorio habitual, pero está sobre tierra sagrada Kogui, es por eso que en un gesto de inclusión, además de haber construido juntos un par de viviendas propias y poder habitarlas cuando gusten, los dueños de la reserva crearon un sistema de criadero y conservación de Guacamayas.
No vienen mujeres entre ellos, me explican que la gente de fuera de su pueblo tienen que ser de mucha confianza para que se considere que ellas estén. Sería fácil reconocerlas, pues aunque las facciones y el pelo largo que todos usan los hacen muy parecidos, las mujeres siempre llevan un collar rojo.
En una bolsa hecha de lana (parecida a la bolsa wayuu aunque más discreta en colores) traen las hojas de coca recolectadas y tostadas por las mujeres de la aldea (aunque por sus leyes, ellas no pueden consumirla). En un ritual muy personal, hunden una vara en cal y luego la frotan con una calabaza para después comerla. Lo hacen todo el tiempo, como quien fuma, independientemente de lo que estén atendiendo.
Son muy reservados y gregarios. En cuanto se dan cuenta que alguien los está observando dejan de hacer lo que estén haciendo y se vuelven entre sí para hablar entre ellos. Aunque hablan español, entre ellos sólo hablan en Kogui. Tomarles un retrato es aunque no prohibido, sí muy complicado.
Es importante notar que su actitud hacia los externos aunque reservada, jamás es sumisa, de hecho su cosmovisión los pone en el centro y origen del mundo (los picos nevados de la sierra de Santa Marta), definiéndose a sí mismos como los «hermanos mayores», dejándonos a nosotros, los de fuera, como los «hermanos menores» que fuimos expulsados y para regresar hemos de desandar cosechando todo lo que hemos destruido a nuestro paso (atinado como poco).
Son un pueblo muy orgulloso y muy pacífico; han sobrevivido conquista española, independencia y guerra de drogas colombianas, y aunque se han defendido bélicamente, su estrategia más útil ha sido replegarse hacia la sierra. No tienen moneda, todo es trueque entre productos que cada quien produce, y producen todo lo que necesitan, su impacto en el medio ambiente es siempre y totalmente positivo. De lo muy poco que usan del mundo externo que alcancé a ver son botas de hule, sumamente útiles en la selva para evitar mordeduras de serpientes o insectos.
Sus ropas son tejidas en lana por ellos mismos y son motivo del más grande orgullo y respeto. Si alguno de ellos sale del pueblo o se aleja de su gente, es él mismo el que tiene que quitarse sus mantas, pues ya no es digno de vestirlas.
Terminamos el día cruzando opinión con los voluntarios del turno y rolando una botella de ron en lo que sería la terraza de la que era nuestra habitación: la casa en el árbol.
¡Qué gran día!
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He encontrado poca bibliografía para corroborar notas, pero entre los mejores están:
- Un parco artículo en Wikipedia
- Un artículo de Yuri Leveratto
- Un corto artículo en el Tiempo, aparente origen de varias copias