Éramos unas 30 personas que llevábamos todo el día viajando desde Fairbanks hasta el círculo polar y aquí, justo en el letrero que da la bienvenida a los 66 grados 33 minutos Norte –frontera del Círculo Polar Ártico–, nos dividíamos en dos grupos: los que regresaban a Fairbanks y los que seguíamos hacia el norte por dos o tres días para hacer base en el campamento de Coldfoot. Cambiamos las maletas del autobús a una van los 10 que seguiríamos y antes de que el sol se pusiera por completo, ya dentro del círculo polar, salimos hacia (más) el norte.
Entrar al Círculo Polar (ártico o antártico) es entrar al territorio en el planeta donde en invierno –dependiendo la fecha– el Sol puede no salir por varios días, o durante el verano, ver el Sol a media noche. Las fechas en las que fuimos nos daban cerca de nueve horas de luz solar, nada mal para las latitudes, con además, puestas de sol de varias horas.
Tras un par de horas más de carretera –siempre hacia el norte- bajo un cielo muy nublado que interfería drásticamente con la posibilidad de ver Auroras Boreales llegamos al Coldfoot Camp, un completo oasis en la tundra polar que además, carga con su fino e importante bagaje de historia local.
A la mitad de la nada, uno de los muy pocos puntos de servicio entre los más de 500 kilómetros que hay entre Prudhoe Bay y Fairbanks. Originalmente construido como campamento, centro de primeros auxilios, restaurante y centro de servicio para los cientos de trabajadores que trabajaban en la construcción del oleoducto (Trans Alaska Pipeline) fue abandonado y tras muchos años, rescatado por una compañía turística para hacerlo, si no exactamente hotel, albergue. Abierto todo el año, el restaurante/cafetería es centro de encuentro –literal– entre camioneros y operadores petroleros. Cabe mencionar que a pesar de no tener competencia –es el único restaurante unos 100kms a la redonda– es bueno, no es barato, pero es bastante bueno.
El plan era muy sencillo: dormir lo menos y explorar lo más. Por lo que con sólo llegar, nos instalamos en menos de 5 minutos y salir a caminar, incluso durante un par de nevadas bastante rudas. Dependíamos del transporte del lugar –aquí no traíamos coche– pero, tanto las rutas planeadas como las caminatas en los alrededores eran más que suficientes. Esa misma noche iríamos unos 30 kilómetros más al norte sobre la misma Carretera Dalton, a Wiseman a esperar que clareara un poco la noche y alcanzar a ver una Aurora Boreal. Y aunque al final no terminó de abrir por completo el cielo, la experiencia fue increíble. Por una parte, la intensidad de la Aurora de ese día fue tal, que iluminaba las nubes creando un espectáculo realmente mágico, y por otro lado, pasar el rato alrededor de una chimenea con café y platicando con uno de los expertos en Auroras más notables de la zona, no tiene precio.





Cerca de las 2am regresamos al campamento completamente destruidos, estas temperaturas son realmente agotadoras, pero antes de caer en la cama en estado flat-line, salí a fumar y… ¡oh sorpresa! A pesar de las luces del campamento, la Aurora seguía allí y moviéndose, como si bailara, además, se veían más colores de los que habíamos visto hasta esos días.

Al siguiente día teníamos planeado alcanzar nuestro record norte, en Atigun Pass, el puerto montañoso más al norte abierto durante todo el año (insisto, el Pipeline) y con algo de suerte, avanzar unos 20 kilómetros aún más al norte. Había algo de tiempo antes de salir, por lo que me fui a caminar un rato, tarea no necesariamente sencilla cuando hay más de medio metro de nieve en todas partes. Fue allí donde descubrí una cosa muy curiosa: los cuervos. Esas increíbles aves que la leyenda Inuit los considera los dadores del día (este texto en inglés lo explica y es precioso). Pues bueno, aquí eran un poco diferentes a los que había conocido hasta entonces; estoy seguro (basado en sesudas observaciones circunstanciales) que estos cuervos ostentan entre sus ancestros a alguna vaca… son gigantescos. Son tan grandes, orgullosos y seguros de sí mismos; que trollean a los perros de trineo, cuyas jaulas están algo alejadas de los edificios centrales. Separados por edades y status activo (jubilados, en entrenamiento y activos), estas bellezas de animales son tratados a cuerpo de rey. Aunque domesticados y amables, dadas las circunstancias de su vida diaria, tienen muchas actitudes de lobo, por lo que sus cuidados y forma de vida (incluso fuera del trabajo): cada uno tiene una choza y buena parte del día la pasan aislados (individualmente) en ella. Si los juntaran, la competencia es tal, que terminan peleándose, además, no pueden estar en lugares muy abiertos porque los lobos los atacan.



Llegada la hora, salimos hacia Atigun Pass. En realidad, en esta época del año hay poco que ver, pues todo es blanco. Pero en serio: todo. No existe diferencia entre el cielo y la tierra, la montaña y el valle. Pero la sensación es indescriptible. Durante el trayecto hay muy pocos lugares para detenerse con seguridad por lo que sólo bajábamos la velocidad para los dos puntos muy importantes que hay. El primero es una avalancha lenta, un movimiento constante de tierra, lodo, hielo y rocas que avanza de este a oeste bajando una ladera llevándose todo lo que toca, lo chistoso es que imparable avanza a razón de sólo 10 pulgadas por año. Calculan que para 2025 alcanzará la carretera, por lo que se ven obras para recorrer unos 300 metros la carretera más hacia el oeste. El segundo punto importante en el camino no es visible en sí y no hay nada que lo denote: la barrera continental. Una línea imaginaria a partir de la cual, los ríos fluyen ya sea hacia el norte a Prudhoe Bay o hacia el sur al golfo de Alaska. Escuchar eso, por más imaginaria que sea la línea, provoca escalofríos.







Atigun Pass, norte; muy al norte. 68°07’N. Más al norte que cualquier punto en Islandia, a la altura de Siberia. Estábamos en casa de la chingada, literal. Y sí, también allí habían chinos haciendo idioteces para tomarse la foto.

Habríamos seguido un poco más al norte, de no ser porque el cielo se cerró en cuestión de –literal– segundos. La neblina bajó antes de que pudiera llegar al extremo del mirador para tomar unas fotos de los picos de alrededor. Y entonces, algo nerviosa, la guía nos gritó a todos que teníamos que regresar al campamento en ese momento.

Regresamos al campamento. Exhaustos a pesar de haber hecho tan poco. Cerveza en el bar, preparar maletas que al día siguiente regresaríamos a Faribanks, pero entonces, empezó a nevar. Pero nevar en serio. Nos informaron que de no ser posible que aterrizara el avión en el que regresaríamos, nos quedaríamos una noche más, pues la carretera estaría si no cerrada, si con un warning de no-circulación.

El día que habríamos de regresar fue largo y por tal cantidad de nieve, poco se podía hacer fuera del bar, más que esperar noticias de los aviones que deberían aterrizar alrededor del medio día. Nada. A más tardar a las 2pm. Nada. Nieve. Fue cerca de las 4pm que nos dijeron que sí habían logrado salir de Fairbanks, sólo quedaba esperar que pudieran aterrizar en Coldfoot y llevarnos de regreso (¡ojalá y no, ojalá y no, ojalá y no!). Aterrizaron. Ni modo. Aunque volar a esta hora traía consigo una ventaja inesperada: la hora dorada durante la hora y media que dura el vuelo.



Llegamos a Fairbanks sólo para darnos cuenta que el coche estaba cubierto por casi medio metro de nieve. Ya lo limpiaríamos al día siguiente. O el siguiente.
Fue como estar ahí.
O sea, no.
Pero sí.
Tengo dudas sobre la saturación de blancos, ¿qué tanto fue inducida y qué tanto fue en vivo verlo así?
Las modificaciones son mínimas. Allí, en vivo, es tanto balnco que pierdes TODA dimensión.