Transcripción íntegra del texto de Juan Pablo Meneses (@menesesportatil) para el #22 (agosto, 2005) de la (entonces única) versión impresa de la revista Chilango.
DEMOSTRACIÓN DE POR QUÉ PARA VIVIR ESTA CIUDAD NO ES REQUISITO HABER PUESTO LOS PIES EN ELLA.
JUAN PABLO MENESES
Vivo en el DF.
No, no… lo exacto es que vivo con el DF.
A ver. El asunto es de esta manera. Desde hace mucho tiempo y de manera bastante inexplicable, vivo con el DF en mi cabeza. No es una metáfora. Tampoco me refiero al DF como sigla de un Déficit Filosófico, o de una Deformación Facial. Hablo, simplemente, que vivo con el Distrito Federal de México en mi cabeza, todos los días, a cada hora, desde hace años.
Nunca he ido al DF. No conozco México ni su capital. En esta ausencia, creo, está el principal germen del DF que me acompaña diariamente. Desde niño, de antes de tragarme tardes enteras el Chavo del Ocho en blanco y negro. Desde mucho antes de ser un incauto niño chileno que se aprendía, al otro lado del mundo, las canciones lisérgicas de un payaso como Cepillín. Mucho antes de saber que Pedro Páramo gobernaba un pueblo fantasmal en el mero México. Mucho antes de leer los cuentos juveniles escritos por Roberto Bolaño, modelo DF. Mucho antes de tener consciencia del viejo cine mexicano que mantuvo a mi abuela embalsamada por años, antes de su entierro definitivo. Mucho antes de publicar en National Geographic mi viaje a Chanco, un pueblo del sur de Chile que una semana al año se transformaba en México. Mucho antes de casi todo lo mexicano que ha llenado mi vida, que ha sido mucho tiempo, siempre soñé ir a México. Y, especialmente, ir al DF.
«Son millones de millones de personas en las calles», «Hay que ir armado hasta la misa dominical», «Los taxistas mexicanos son los más peligrosos del planeta», «A la policía le das un poco de dinero y puedes hacer lo que quieras», «Los sindicatos son tan nacionalistas que no dejan que trabaje ningún extranjero», «La mariguana de allá no te hacer ver uno, sino un camión lleno de indios mapuches», «Ahí hacen fiesta para los muertos y veneran calaveras», «No te metas con los políticos que todos tienen matones», «Si encuentras que éste ají pica, espérate a probar la comida del DF», así, de a poco, con quien ese tipo de frases que me dejaron con la boca abierta desde muy niño fue que lentamente y desde hace muchos años se fue construyendo y levantando, con el abnegado trabajo de los albañiles de mi consciencia, el DF que habita en mi cabeza. Ese DF que, hoy en día, se ha convertido en la principal unidad de medida con que —puede sonar inexplicable— me dedico a mirar el mundo. Todo, todo lo comparo al DF. Al DF que nunca he ido.
Hace unas semanas estuve en Vietnam, y al ver el desenfrenado tráfico de motos en las calles de Ho Chi Minh City pensaba en que era casi tan enloquecido como las calles del DF. En Estados Unidos siempre veo tantos y tantos mexicanos juntos que, siempre, la principal potencia económica del mundo me termina resultando cada día más parecida a mi DF. En Buenos Aires, donde vivo, hace poco volvió a suceder: hubo un paro del Metro y el subterráneo de la ciudad estaba colapsado y la gente sudaba y se empujaban y yo veía a esa mujer semi inconsciente clamando la salvación divina y me daban ganas de decirle, «esto no es nada comparado con el DF, señora».
Cuando comencé a escribir crónicas de viajes, pensé que había llegado la hora. Mal que mal, gracias a que era un niño que solaba con ir al DF es que me gustan los viajes. Pero tampoco sucedió. He recorrido medio mundo y gastado pasaportes con timbres de los diferentes continentes, y México se me sigue negado. Suerte similar a la de mi primer libro, Equipaje de mano: me dicen que algunos inocentes estudiantes de periodismo son obligados a leer esas crónicas viajeras y que, dentro de algunos periodistas despistados, corren y corren las copias de Equipaje…, pero nunca un libro, un sólo libro, un miserable original en mi libro en el DF: siempre en fotocopias que se pasan de mano en mano, todo muy chilango.
Hace un par de días he decidido, finalmente, lo que debí hacer hace tiempo: nunca jamás iré al México real. Es una promesa. Y aunque me duela, la vida seguirá y seguiré teniendo noticias del DF porque escribo para diarios y revistas del DF y tengo buenos amigos del DF y me deben dinero en el DF y me han mentido en el DF y me han dicho «¡En México somos los mejores!» desde el DF y me han ofrecido muchas cosas que después no cumplen desde DF. Aunque he decidido no ir, nunca jamás, cada vez que pueda volveré a escuchar feliz y atónito las historias del DF como las que me contaba Juan Villoro en Barcelona. Y cada vez que pueda volveré a medir el resto del mundo con el DF, como el asaltante de revólver corto en la mano que vi corriendo ayer por Buenos Aires y me parecía que venía de Tepito, el barrio de Cuauhtémoc Blanco, uno de los últimos íconos del DF. Y cada vez que pueda, como siempre, volveré a recordar todo lo que me llevó a construir esa ciudad tan gigantesca y tan latinoamericana y tan agresiva en mi cabeza. Pero tomarme un avión y comenzar a caminar por ahí, jamás.
Ya es mejor que no.
Juan Pablo Meneses (Santiago, 1969) es chileno, aunque estudió en Barcelona y ahora vive en un hotel de Buenos Aires, es un habitante virtual del DF. Como cronista freelance, escribe regularmente en diarios y revistas de todo América Latina y España. Fure premiado por la revista Gatopardo, es columnista del diario El Mercurio de Chile y semanalmente despacha por teléfono su programa de radio. Ha sido traducido al francés, alemán y portugués. Es autor del libro de crónicas de viajes Equipaje de Mano (Planeta, 2003), y de Sexo y Poder (Planeta, 2004), una crónica de destape sexual en Chile.